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Manuel Mora y Araujo (1937 – 2017)

30 mayo, 2017

*Desde “Emanuel Pagés y Asoc” queremos recordar a quien fuera el decano de la comunicación política y los estudios de opinión pública: Manuel Mora y Araujo (1937 – 2017). Para ello, transcribimos la última nota que escribiera para el primer libro de la Asociación Argentina de Consultores Políticos AsACoP: La bisagra. Escritos del cambio político en la Argentina.



La comunicación política: intervenciones para producir cambios en el margen

Por Manuel Mora y Araujo

La consultoría: la noción de intervención



El rol del consultor es como el del clínico: diagnostica e interviene para producir cambios en el margen, estando implícito un pronóstico. El clínico prescribe una intervención, el paciente decide qué hacer. Lo mismo ocurre con el consultor y su cliente. Los pronósticos del clínico son juicios de probabilidad dentro de un amplio rango: si hacemos tal cosa, puede ocurrir tal consecuencia, si no la hacemos, tal otra. Subrayo en el margen, porque el consultor no actúa para producir cambios macrosociales o de dimensión histórica, por mucho que eventualmente un resultado electoral o una gestión de gobierno se consideran como decisivas en términos históricos. El rol del consultor es menos asimilable al de Julio César, Napoleón o Lenin, que intentaron cambiar la historia, que al del hermano de Cicerón, a Maquiavelo o William Shakespeare, quienes no pretendieron más que ayudar a algunos hombres de gobierno a conseguir lo que se proponían.

Una herramienta que le dio a la comunicación política su formato actual es la encuesta. Desde su aparición, hace unos ochenta años, la encuesta ha sido un ingrediente decisivo en la conformación del campo de la consultoría política. Pero también ha aparecido un núcleo problemático: con la encuesta aparece una tensión compleja entre el pronóstico y la intervención. Es la tensión entre anticipar el futuro y tratar de modificarlo. Mi formación metodológica (Lazarsfeld, Galtung, Popper) me tornó un poco escéptico con respecto a los pronósticos. Por eso este tema me ha obsesionado.

La situación se repite en cada proceso electoral. Mucho antes del día de una votación, en los distintos partidos y espacios políticos hay precandidatos elaborando estrategias de campaña. Entre tanto, el público es informado de las tendencias que revelan las encuestas. Esas encuestas cumplen dos funciones distintas. Por un lado, efectivamente informan al público; es la función de anticipar el resultado de la votación, de pronosticar. Por otro lado, las encuestas respaldan a las acciones de comunicación con información pertinente; es la función estratégica. El punto es que esas dos funciones tienden a confundirse en la práctica, cuando en realidad son no solamente distintas sino, sobre todo, excluyentes en sus propósitos. Por eso vemos en este plano un problema no resuelto.

La consultoría política

Brendan Bruce sostiene que el oficio del consultor político se despliega en tres campos: la imagen propiamente dicha, el marketing y la gestión de la prensa. Él los llamó “las tres disciplinas de la construcción de imagen” (Bruce 1992). El punto de Bruce es que eso ha generado cierta división del trabajo en la profesión e identifica un ritmo de desarrollo desigual en cada uno de esos frentes. El diseño de la imagen es antiguo como el mundo. En cambio, dice, hasta 1980 el marketing estaba en pañales, entre otras cosas porque no se había avanzado en diseñar buenas investigaciones para ese propósito —particularmente, sostiene, en el desarrollo de instrumentos de medición de los atributos psicológicos de los votantes—.

“En nuestro tiempo la manufactura existe para apoyar al marketing, no a la inversa” dijeron los Reis en su libro (Ries & Ries 2002: 278). Lo mismo sucede en la política. Aceptarlo fue esencial en la maduración de la disciplina; aceptar que el eje de una campaña es la campaña, no el candidato ni el “producto” —aunque algunos políticos sientan que sus asesores los tratan como si fueran las sardinas de una lata—.

Luego llegó la noción de posicionamiento: cuál es el espacio de coordenadas relevante para el votante, no para el candidato o su partido; dónde lo ubican los votantes en ese espacio. Ese fue un gran aporte del marketing al desarrollo de la comunicación política.

Está también el tema de la publicidad, que hasta ahora ha sido un elemento dominante en la comunicación política. “La verdad es que nadie sabe cómo la publicidad funciona, solo se sabe que funciona”, dice Bruce (1992: 107).

La comunicación política contiene un mix de ingredientes: comunicación persona a persona, marketing directo, marketing interactivo, comunicación interactiva, mesas en la calle, actos de formato teatral o eclesiástico, candidatos caminando y escuchando a la gente más que hablando, timbreadas, eventos de relaciones públicas para la gente común, eventos para la gente de la élite, pintar las paredes, dejar de pintarlas… algunos a veces funcionan mejor, a veces peor. La esencia es siempre la misma: qué mensaje se quiere transmitir, establecer si es el mensaje correcto, transmitirlo adecuadamente. Y una preocupación constante: que la gente hable del candidato y su mensaje, y no se limite a escuchar; instalarse en la boca de las personas, no solo en los medios de transmisión.

La política sin (o casi sin) partidos

Hace 30 años o más —y hasta menos— las campañas se centraban en los partidos, porque la gente se centraba en los partidos. Los políticos se sentían cómodos porque ellos controlaban los partidos y eran los protagonistas absolutos. Pero eso empezó a cambiar. La campaña para la gente de la calle modificó el rol del candidato, su lugar en la campaña. Ya a comienzos de los años 90 Martin Wattenberg tituló su libro The rise of candidate-centered politics. La política centrada en los partidos comenzaba su ciclo de declinación, que hasta ahora parece irreversible. Así, llegamos a un 2015 donde el frente de la imagen se cubre más bien en el reality o entretenimiento que en actos políticos con contenido sustantivo.

La idea central de una democracia electoral es que los votantes deciden. Pero los enfoques analíticos centrados en los procesos de decisión de los votantes y de la formación de las preferencias electorales no crecieron sustancialmente hasta que la aparición de la encuesta por muestreo, en la década de 1930, proporcionó un impulso en esa dirección. El estudio de la opinión pública por un lado, y de los procesos de decisión individual por el otro, tuvo un notable desarrollo a partir de entonces. Al mismo tiempo, la propia comunicación política sufrió un impacto. Las encuestas devolvieron protagonismo a los individuos como actores de los procesos políticos. Aun así, esos enfoques tardaron todavía una década en establecerse firmemente como el nuevo paradigma de las encuestas electorales.

Los medios de transmisión

En pocos planos, los tiempos de cambio se manifiestan más dramáticamente que en el de los medios masivos. Vivimos en un tiempo de cambio infraestructural. Saber, hablando con propiedad, todavía sabemos bastante poco; pero todos estamos aprendiendo y hay fundamentos para algunas conjeturas. Uno de los efectos profundos que podemos conjeturar es que los medios interactivos aceleran el proceso de fusión entre emisores y receptores masivos. Las mismas personas que consumen mensajes son, crecientemente, los emisores de mensajes. Un eje central en la estructura de distribución del poder en el mundo, el eje que opone a los emisores centrales de mensajes a los receptores masivos, se está disolviendo. Entramos a un mundo más simétrico —al menos en ese plano—. Hay cientos de preguntas que todos nos hacemos y pocos se animan a responder; pero de la magnitud de esos cambios alcanzamos a vislumbrar algo.

Un efecto no menor de esos cambios es el impacto sobre las prácticas y la noción misma del marketing en la política. En un territorio donde los partidos son débiles, donde la participación está extendida y donde la comunicación es interactiva, la política se torna muy volátil; en ese contexto, las ideas y las tradiciones van perdiendo terreno. Algunos de los exponentes de la Escuela de Frankfurt —Adorno, Habermas— temían que eso fuera diluyendo la línea demarcatoria entre la esfera de lo público, que ellos pensaba debía estar reservada para las decisiones racionales y reflexivas de los individuos, y la esfera privada, donde todas las pasiones tenían venia para desarrollarse sin mayores límites. Estos cambios que vivimos en la vida política están derribando aceleradamente esa frontera entre lo público y lo privado. La comunicación cada vez más se rige por los mismos cánones en el ámbito comercial, en el estrictamente privado, en las redes sociales o en la política.

La infraestructura de la comunicación política está cambiando, independientemente de la medida en que las disciplinas académicas capten la naturaleza de ese cambio y acierten a elaborarlo conceptualmente. La comunicación política, desde los albores de las modernas democracias electorales, se sostenía en dos soportes fundamentales: por un lado, tenía una base territorial importantísima; los dirigentes locales, y los mismos candidatos en períodos de campañas, eran emisores de mensajes continuos dirigidos a auditorios que los recibían en forma personal y directa; los vínculos y las lealtades políticas se cultivaban fuertemente a través de esos procesos de puesta en circulación de mensajes repetitivos y de generación de contratos implícitos. Por otro lado, la prensa, principalmente la prensa gráfica (y en menor medida la radial) amplificaba esos mensajes y cultivaba a audiencias masivas. El sentido de las “estrategias” electorales era articular esos dos frentes comunicacionales para conferir un sentido único a ambos canales.

La prensa tenía un papel central en aquellos procesos en los que predominaban los enfoques de la política enfocada en la oferta. La prensa era, también, pura oferta. Los medios masivos eran fundamentales en aquella visión de la política. Controlarlos era una obsesión de muchos gobernantes, del mismo modo que muchos políticos que competían desde el llano se desvelaban por la supuesta “falta de lealtad” de los medios de los que esperaban todo. Se acuñó la expresión “cuarto poder” para asignar a los medios de prensa un lugar en el podio de los factores de poder. Se pensaba que solo el “cuarto poder” podía interferir en el curso de los procesos electorales e influir en sus resultados.

En la década de los 50 apareció la televisión, y produjo un enorme impacto. Este consistió sobre todo en la “personalización” de la oferta política. En la televisión, el candidato no era solo el portavoz de un mensaje que otros emisores del mismo partido repetían a diario en el territorio; era en sí mismo un personaje, escrutable como tal con tanta amplificación como la pantalla lo hiciese posible. El paso a la política centrada en los candidatos fue irreversible.

Concomitantemente, aparecieron los “consultores políticos”, los expertos en estrategia pero también en speech writing, en el coaching para adecuar actoralmente la presencia en la televisión de los candidatos, para cuidar su aspecto, su vestuario, su dicción, su tono, su gestualidad. Las encuestas pasaron a ser una herramienta valiosa para potenciar esos recursos y mejorar el desempeño; además, permitían un seguimiento inmediato de los efectos.

Todo aquello desencadenó un proceso de cambio que en la Argentina no se registró hasta después de la elección de 1983. Las campañas dejaron de consistir meramente en una sucesión hilvanada de actos políticos y pasaron a ser esfuerzos por captar el voto de los que no estaban definidos. El cambio se desencadenó ante todo por la entrada en escena de los votantes “indecisos” —a quienes con el tiempo las encuestas convirtieron en una nueva categoría de ciudadanos—. Hasta entonces, las campañas electorales estaban centradas en la comunicación entre los candidatos— y, en todo caso, sus partidos— y los votantes. Los actos de campaña, esos eventos liminares que articulaban toda campaña, estaban dirigidos a públicos que ya sabían que votarían al candidato que iban a escuchar y que se enfervorizaban escuchando lo que ya sabían que el candidato diría. Del mismo modo que en la iglesia el sacerdote oficiaba misa para fieles de ese culto, el candidato hablaba para sus fieles.

En la Argentina, en los años 90, se fue haciendo hábito un modelo de campaña en la que el candidato caminaba por la calle, escuchaba a la gente mucho más de lo que él mismo hablaba, y luego consumía encuestas hechas a medida para medir el impacto de esas acciones. Hoy, en la Argentina, el presidente Macri y los dirigentes de su espacio ejercitan la práctica de “timbrear” ellos mismos las casas de vecinos de manera no programada.

Con la televisión todo eso se potenció, pero a la vez aparecieron algunos nuevos elementos: uno, el ya mencionado de la transparencia sobre la persona de los candidatos; eso introdujo lo que hoy llamamos el “reality show” en la política. Si un candidato sería juzgado por sus gestos, su sentido del humor, su simpatía o antipatía, y todo eso contaba tanto como la sustancia de sus ideas, entonces comenzó a verse como igualmente legítimo que el candidato se presentase en programas televisivos frívolos, superficiales, o que concibiese su campaña con enfoques publicitarios netamente comerciales. El reality en la política es un legado de la televisión. Desnuda al candidato, del mismo modo que la televisión puede mostrarnos a las vedettes desnudas con muchas más precisiones que las que pueden exhibir las fotografías en una revista. Los medios interactivos suman a eso —como lo hacen con las vedettes— la mirada del desnudo de los otros. Hacen posible que cada mirada sea compartida en la comunidad. El efecto es muy poderoso: cada uno pierde lo poco que podía quedarle de su capacidad de controlar su propia imagen.

Segundo, con los años apareció un instrumento que en manos del teleespectador produjo una revolución: el control remoto, la posibilidad del zapping. Fue un primer paso —bien que imperfecto— hacia la comunicación interactiva. Los productores de entretenimiento aprendieron a medir, mediante encuestas, los mejores finales para una película; del mismo modo, los candidatos y sus asesores aprendieron a ajustar su discurso a las conveniencias que las encuestas sugerían. (Eso lo hicieron siempre algunos candidatos, desde los tiempos de la antigüedad, pero lo hacían como trucos improvisados más que como estrategia de campaña).

Nuevos desafíos

Hoy estamos ante dos nuevos grandes desafíos. Uno proviene de las neurociencias; otro, de la big data. Sin negar la importancia de los avances en el conocimiento y en la tecnología, tengo la impresión de que hay algo de exageración en los impactos de estos nuevos insumos para el ejercicio de la comunicación política.

Hay dos olas de opinión que nos envuelven: 1) la fascinación con estas novedades; 2) el rechazo, el temor. Tal vez no debamos sentirnos ni tan fascinados ni tan temerosos.

Hace poco circuló un artículo: The new mind control de Robert Einstein (2016). Mucha gente lo leyó y lo comentó por las redes, algunos con fascinación, otros con temor. La fascinación la produce la idea de que el peso de la voluntad se reduce, dejando mucho más lugar al determinismo genético del que postulaban las ciencias sociales. Por otro lado, también fascina la idea de que la tecnología, con la impresionante capacidad de obtener información sobre el comportamiento y las pautas de conducta de la gente, va a permitir saberlo todo, y ya no necesitaremos investigaciones de mercado. El temor proviene de la idea de que estamos bajo el poder de quienes tienen la capacidad de controlar la tecnología o dominar la ciencia del cerebro. Una idea realmente antigua, que recurrentemente resurge como una amenaza a la privacidad y a la individualidad.

Con la big data sucede lo que viene sucediendo desde hace mucho —por lo menos, desde hace dos siglos y algo más—: el conocimiento se mueve por ciclos desiguales, a un salto en la teoría sigue un ciclo de avance en la capacidad de generar datos, y así sucesivamente. Merton (1968) lo analizó magistralmente en su clásico libro Teoría y estructura social. Estamos en una fase del ciclo en la que prevalece la acumulación de datos: una fantástica capacidad de producir datos a partir de las fuentes más diversas —pero no a partir de preguntar a la gente y escuchar sus respuestas, que es la base de las encuestas— y una muchísimo menor capacidad de interpretar esa información y encontrarle significado. Más operación de inteligencia que comprensión de lo que tiene significado para la gente.

La consultoría también se ve inundada de fascinaciones y temores. Los temores son antiguos como el mundo: toda nueva tecnología los produjo, aun en las personas más ilustradas de cada época. Las fascinaciones me parecen destellos de omnipotencia, que asocio a las fantasías humanas de poder controlar lo incontrolable.

Nuestra profesión no es el oficio de la infalibilidad. Es el oficio de producir -o ayudar a que se produzcan- modestas intervenciones que eventualmente pueden contribuir a que sucedan algunas cosas que no sucederían si no se interviene. Nada más que eso —y nada menos—.

Referencias:

Bruce, B. (1992). Images of Power: How the Image Makers Shape Our Leaders. London: Kohan Page.

Einstein, R. (2016). The New Mind Control. Recuperado de https://aeon.co/essays/how-the-internet-flips-elections-and-alters-our-thoughts

Merton, R. (1968). Teoría social y estructura social. Fondo de Cultura Económica: México.

Ries, A. y Ries, L. (2002). The fall of adveritising ant the rise of PR. Harper Collins Publishers: New York.

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